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OPINIÓN | Edwin Sarmiento: Cosas de la vida

Las canciones de Víctor Jara nos acompañaron en los lugares más remotos del Perú.

JARA
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20/09/2019 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023

Han pasado 46 años desde que asesinaron a Víctor Jara y esta semana lo recordé, porque fue el 12 de septiembre de 1973 que se le vio, por última vez, entrando, en fila india, con las manos entrecruzadas sobre la nuca al Estadio Chile, un pequeño recinto muy cercano al palacio de La Moneda, en Chile. La noche anterior se había producido el golpe de Estado en el cual los militares bombardearon palacio logrando que el presidente Salvador Allende pagara con su vida su sueño de libertad. Fue una hecatombe para los muchachos de mi generación. Sufrimos mucho y lanzamos carajos al aire y hasta escupitajos imaginando el fiero rostro del dictador Pinochet, protegido por sus gafas oscuras y capote de general. Víctor Jara era el cantautor a quien habíamos escuchado en veladas clandestinas o en conciertos al aire libre. Su voz, en esos tiempos, sonaba a esperanza y patria libre y justa. En el Perú gobernaba el general Juan Velasco Alvarado. En el vecino país del sur había llegado, por primera vez en su historia, un socialista al poder. Fue entonces cuando al presidente Nixon de los Estados Unidos se le subió la bilirrubina y no durmió hasta ver que la CIA derrocara al mandatario a sangre y fuego, para dolor de nosotros los muchachos que cantábamos, a viva voz, la canción comprometida latinoamericana de esos años con Víctor Jara a la cabeza. Y estaban, cómo no, señor, los grupos Quilapayún, Inti Illimani, Mercedes Sosa, Violeta Parra y nosotros los muchachos felices cantando La Muralla, Que la tortilla se vuelva, Venceremos y fue cuando pasaban las noches y venían nuevos amaneceres con alegría, hasta que Pinochet acabó con todo y casi con todos en Chile.

Cuenta el abogado Boris Navia, quien testificó después en el juicio contra los golpistas, que vio cómo Víctor Jara fue detenido cuando ingresaba al Estadio Chile por un oficial con el rostro pintado, metralleta en mano y granadas colgando en su pecho: ¡A ése!, le gritó al soldado, que propinó un violento culatazo al prisionero. Y Jara cayó a los pies del oficial. En ese instante comenzó la larga noche para el artista. Y nosotros cantando “Te recuerdo Amanda/ la calle mojada/ corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel...” Y el oficial descargando su odio con frases soeces contra el cantor. Luego, la víctima ingresaría a la noche eterna de la que nunca saldría vivo. Como ingresaron miles de trabajadores, intelectuales, artistas, jóvenes de grandes sueños, asesinados, todos ellos, por la dictadura de Pinochet. Las canciones de Jara nos acompañaron en los lugares más remotos del Perú. Con el poeta Óscar Málaga las entonamos después de un taller agrario en la comunidad campesina de Comas, a horas de Huancayo; lo propio ocurrió cuando cantamos con Héctor Béjar la noche que terminó el taller para voluntarios universitarios en la selva de Ayacucho, y en las alturas de Junín con Manolo, ingeniero agrario, como para darnos ánimo en las noches intensas de capacitación rural. Cómo no recordar a Víctor Jara, el muchacho de pelo ensortijado y rasgos de huaso bien chileno, si con él los entusiasmos por buscar una patria libre eran para los muchachos de los 70, un acto de fe y de vida, si hasta me dan ganas de llorar. A él sus asesinos lo golpearon y lo golpearon una y otra vez en la cabeza, en el cuerpo, hasta que perdió el conocimiento. El abogado que lo vio todo dijo que casi le estalla un ojo y que nunca podrá olvidar el ruido de las botas del oficial en las costillas del cantautor. En el juicio se supo después que la primera autopsia, en 1973, había revelado que 44 disparos se habían alojado en el cuerpo del artista. Grande, Víctor Jara.