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OPINIÓN | Edwin Sarmiento: Cosas de la vida

Mientras el pueblo dormía y las estrellas apenas asomaban, dimos inicio al rito de perder mi inocencia.

ARPA
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06/09/2019 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023

Cuando era muchacho, las serenatas en Puquio eran muestras de amor. Lo sabíamos. Y vaya que eran pruebas a las que teníamos que someternos y ellas nos hacían padecer. No les bastaba que los sábados, por las tardes, les leyéramos versos de Salaverry, Amado Nervo, Neruda, tremendos románticos para nuestros gustos. Pedían más. Entonces, solíamos caminar por las quebradas cercanas, como atrapando mariposas. A veces, nos sentábamos en las bancas de la plaza para susurrarles, como quien no quiere, frases de amor que las memorizábamos en nuestras clases de lenguaje en el colegio. Por las noches, los enamoramientos tenían otro sabor y olor. Iban con música y sorbos agitados de coñac, que tomábamos para darnos valor. Salíamos en grupo, protegidos por la noche. Ellas nos esperaban cual diosas en firmamento. Aguaitaban, despiertas, detrás de sus ventanas. Y nosotros, ilusos, les cantábamos huaynos y rancheras, cual Otelos enamorados, debajo del balcón. Qué importaba el frío que calaba hondo. Tampoco la lluvia que podía sorprenderte en pleno escarceo amoroso. El cuerpo nos temblaba y sentíamos palpitaciones. Entonces sabíamos que ingresábamos a la mayoría de edad en cosas del amor. Con la ayuda de Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Pastorita Huaracina, Picaflor de los Andes y Los Campesinos, nos lanzábamos a la conquista. El Chingo se sabía toditas sus canciones y el cura Heredia, también. Andico, en cambio, prefería a Pedrito Llana y su arpa como yo también, a mis 12 años. No había forma de pasar piola. Tenía que decirle a ella que me atraía su sonrisa, para que lo supiera esa noche.

Y tenía que ser con Pedrito Llana, el arpista de origen incierto. Había que esperar la noche. Los muchachos nos preparamos en casa del Chingo. Era mi primera vez. Los otros ya eran duchos en el arte. Esa noche salimos con ponchos y chalinas para el frío. Vencerás tus miedos, me decían. Y así fue. Mientras el pueblo dormía y las estrellas apenas asomaban, dimos inicio al rito de perder mi inocencia. Tienes que cantar fuerte, recomendó Andico. Ellos, sin embargo, no me habían dicho la verdad.

-Esto no falla, viejo- habló el Chingo. Él no llegaba a los 15 años y ya era recorrido en estas lides. Me había instruido cómo tenía que pararme frente al arpa, con firmeza y mirada tierna esperando que ella salga a su ventana. Llegado el momento, mis amigos se ubicaron debajo del balcón, pegados a la pared. -Esto no falla. Mañana te besará en el colegio- repitió Andico, animándome. Hasta que llegó el momento. Mi corazón latía. Mi cuerpo era una gelatina. Esta noche serás mía, me animé. Ella tenía ojos grandes y la mirada seductora. Sus labios, una extraña sensualidad. Era una tierna palomita, capullo en flor. Todo era silencio en la casa. Y yo aquí, dispuesto a ganarme su corazón.

-Empieza, viejito- ordenó el cura Heredia. Canté 'Negra del alma' y seguí con 'Adiós puquianita', huaynos que no tenían pierde. Si ella se asomaba al balcón yo era un triunfador. Cuando el arpista se arrancaba la cuarta canción, vi que la puerta se entreabrió y unos ojos se quedaron atisbando. Mi corazón aceleró y mi voz se fue quebrando. Hasta que unos brazos rollizos de mujer madura me lanzaba el primer bacinicazo de la noche que hasta lo sentí atemperado. ¡Vagos!, ¡sinvergüenzas!, alcancé a escuchar.

-No queríamos decirte, para no desanimarte. Su madre siempre nos recibió así - dijo el Chingo, cubriéndome con su poncho. Y en silencio. Andico palmoteó mi hombro y susurró: mañana la flaca será tuya, ya verás.

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