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OPINIÓN | Rubén Quiroz Ávila: "Este cuerpo no es mío"

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14/02/2020 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023

El V Festival Internacional de Teatro Temporada Alta de este verano insípido limeño está cada vez menos interesante. Lo cual debe traer a reflexión a los curadores sobre sus propias competencias para elegir obras que realmente aporten a la movida local. Además, más allá de seguir siendo extremadamente centralista y casi clasista. Sigue manteniendo el estatus quo de los lugares y las salas de siempre, sin ningún indicio de movilizar las artes escénicas en otros lugares menos excluyentes. Es como si las puestas deben montarse en los mismos espacios con obras flotando en una ciudad que es mucho más grande que Miraflores y San Borja. ¿Cuándo van a entender que Lima es una megápolis con más de diez millones de habitantes y que está compuesta de microciudades ávidas de incursiones escénicas?

Así, esta serena e inquietante puesta de la mexicana Mariana Villegas, no tiene el impacto que merece. Incluso, para una sensibilidad actual, parece una anomalía de clase media llena de banalidades. Y eso que hay un esfuerzo por tejer con frases literarias de Kafka, Pizarnik o Caparrós, ciertas líneas de marcado lirismo. Sin embargo, olvidan que nunca es suficiente juntar aisladamente los aciertos poéticos de los escritores. Incluso, el breve cuento “El artista del hambre” es el hilo conductor, pero totalmente descafeinado, casi apolítico. Entonces, la pregunta cae por su propio peso ¿Para qué sirve una crítica sin cuestionar las razones mismas de marginación? ¿Es solamente una posición vinculada a la sensibilidad estética o es más bien una situación consecuente de los niveles de construcción social jerarquizadas y organizadas en torno a mantener la desigualdad? Es por ello que es una puesta inocente, llena de anhelos infructuosos, que más allá de la enternecedora emoción de la actriz y una escenografía que no levanta la historia sino la confunde. Es decir, puro e inútil entusiasmo.

De ese modo, lo debió ser un manifiesto generacional y un grito de batalla desde el cuerpo sojuzgado por los paradigmas, fue más un ejercicio cercano a la victimización que a una demostración valiente y atrevida de cuestionar las estructuras mismas que ocasionan esa patologización de lo asumido como diferente. Hay timidez desesperante en el reclamo, casi complicidad por lo infructuoso. El cuerpo, que es un campo de guerra inevitable, se queda en su capa superficial, con una memoria endeble y sin conflictos importantes para dramatizarlo. Es que no se trata del volumen o tamaño del cuerpo sino de esa dimensión radicalmente cuestionadora del lugar donde ha sido colocado por la propia composición e inequidad social. Esa es la dimensión dramática que esperábamos.